Los héroes del margen- Emprendedores en Uruguay

Si uno quisiera contar el mundo desde un rincón, podría elegir un pequeño taller en un barrio de Montevideo donde se huele a madera, cuero y cola. Ahí, Pedro Molina, que ya pasó los cuarenta, mueve las manos como quien teje un destino antiguo. Él no lo diría así porque suena a libro, pero sabe lo que hace: cajas, mates, bandejas y cuchillos con mango trabajado, todo hecho a mano, todo cargado de tiempo. Tiempo suyo, que ya no está para perder.

Pedro tiene una sonrisa de dientes apretados. Dice que no le falta trabajo porque siempre hay un asado, un cumpleaños, un turista que quiere llevarse un pedazo de artesanía uruguaya. Pero agrega, enseguida, que lo difícil no es hacer, sino vender. Porque aquí en Uruguay, “donde la gente ya de por sí piensa dos veces antes de gastar, imaginate si lo que hacés no lo conoce nadie”. Lo dice mientras ajusta una cuchilla contra el torno. No se refiere solo a su negocio. Se refiere a él mismo, a sus manos que son su marca.

Un par de kilómetros más allá, en un café ruidoso del centro, Virginia Alonso chequea su celular. Es consultora en comunicación, diseña estrategias, da talleres de redes sociales. Ella no fabrica, sino que ofrece. Lo suyo también es un trabajo artesanal, aunque invisible. Y si la pandemia le enseñó algo, es que la visión digital no es opcional. Se toma el café con una calma fingida y dice: “Álvaro, a mi primo, la pandemia casi lo hunde. Pero aprendió a usar Instagram, y ahora vende más quesos que nunca”.

Virginia, al igual que Pedro, se mueve entre la supervivencia y la esperanza. Porque, aunque sus negocios sean distintos, las dificultades se parecen: vender en un país chico, caro, donde hay que pelear por cada cliente como si fuera el último. “Álvaro lo hizo con Instagram. Pedro lo podría hacer también, si le enseñaran”, dice. Ella sabe, mejor que nadie, que una estrategia de comunicación puede convertir algo invisible en algo necesario.

Pero Pedro no tiene tiempo para eso, ni plata para contratar a alguien. Hace poco escuchó sobre los programas de ANDE, esos que ayudan a pequeños emprendedores a organizarse, a digitalizarse, a encontrar clientes. “Si no fuera porque me enteré de casualidad, ni sabía que existían”, cuenta, con la voz ronca del que se pasa el día hablando solo. Ahí está la trampa: las oportunidades existen, pero nadie tiene tiempo de buscarlas cuando está ocupado sobreviviendo.

Virginia, en cambio, se especializa en conectar esos puntos. Ayuda a emprendedores a profesionalizarse, a postularse a fondos, a organizar su caos. Cuenta que una de sus mayores satisfacciones fue acompañar a una emprendedora de Cerro Largo, que hoy exporta sus tejidos gracias a una campaña en redes que, a primera vista, parecía insignificante. “Una estrategia clara es la diferencia entre estar y crecer”, dice.

Pedro se quedará en su taller esta tarde. Mira un mate que terminó, lo gira entre las manos, lo aprueba. El arte de hacer lo tangible tiene sus ventajas: puede tocar su trabajo, olerlo, regalarlo si hace falta. Pero no le gusta pensar en todo lo que podría ser. “Si pudiera llegar a más gente, me cambiaría la vida. Pero bueno, uno hace lo que puede”.

Virginia se levanta del café y deja un billete justo. Camina con la confianza de quien conoce el valor del esfuerzo. Dice que a veces se siente como una traductora: toma el lenguaje de lo digital y lo hace posible para los que vienen de otros mundos. Lo hace porque cree en algo que Pedro aún no se atreve a soñar: que hay futuro para lo pequeño, si uno sabe cómo contarlo.

En Uruguay, entre la resistencia de los artesanos y el impulso de los profesionales, la realidad es sencilla: las oportunidades están, pero también hay que encontrarlas. Y nadie te las va a contar mejor que alguien como Virginia. O alguien como Pedro, si lograra aprender a hacerlo.

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